Hay maneras y maneras de hablar de ello. Cualquiera que estudie el pensamiento de los papas y lea las homilías y los discursos de Francisco no puede dejar de notar ciertas peculiaridades. De hecho, una cosa es reconocer, como sus predecesores, virtudes y abusos de la propiedad privada. Otra cosa muy distinta es pasar por alto las primeras, casi ausentes en su magisterio, e insistir en los segundos. Cambie el acento de una palabra y cambiará el sonido; a veces incluso el sentido. No es sorprendente. La doctrina social de la Iglesia nació del catolicismo europeo. Estaba en guerra con la modernidad, pero impregnado de sus efectos, negativos a sus ojos, pero positivos para millones de seres humanos. La propiedad privada fue un pilar de esos progresos. De ahí el prudente esfuerzo por imponerle límites sin negarla: una doctrina realista, pragmática, reformista. El catolicismo bergogliano, en cambio, como la mayor parte del catolicismo latinoamericano, conserva una vena mesiánica.
Será porque la cristiandad implosionó en Europa en el siglo XVI mientras sobrevivió en América Latina durante siglos, con su bagaje de unanimismo político y religioso. Que por eso la cultura del crecimiento y la mentalidad secular maduraron en el “viejo” continente y no encontraron terreno fértil en el “nuevo”. El caso es que las diatribas del Papa contra el dios dinero, las leyes del mercado, el “sistema” demoníaco, no evocan a los reformadores católicos de los siglos XIX y XX, sino más bien al profetismo milenarista de los orígenes. Su apelación maniquea a un mundo dividido entre ricos y pobres evoca la furia vengativa de esa tradición. Los comunistas, explicó, copiaron el cristianismo, y tiene razón. Pero hay variaciones del cristianismo que ningún comunista pensaría en copiar.
En conclusión, dos consideraciones. La primera es que pensar en combatir la pobreza atacando la propiedad privada es como intentar apagar un incendio con gasolina. ¿Cuánta evidencia más se necesita para admitirlo? Lo entendieron incluso los regímenes comunistas, donde la introdujeron y millones de personas salieron de la miseria, el camino opuesto al de la Argentina, tachonado de controles y nacionalizaciones, coacciones y expropiaciones. Pero al Papa le importa más luchar contra la riqueza que erradicar la pobreza. Rafael Tello, uno de sus teólogos favoritos, no lo ocultaba. Los pobres son para ellos el arquetipo de la pureza que la prosperidad contamina, el eterno menor al que vela la santidad del pastor, el alma inocente que conserva la piedad cristiana corrompida por la mundanalidad.
La segunda consideración es que las palabras del Papa no producirían el fragor que producen cada vez en la Argentina si no fuera por el peso que les dan medios y políticos, intelectuales y sindicalistas, movimientos sociales y deportistas ilustres. En esto radica la hegemonía de la “nación católica”. Y también, en mi opinión, el lastre que pesa sobre el desarrollo de un país donde la política y la economía no se emanciparon de la teología. Sabias para unos o infaustas para otros, inofensivas para la mayoría, en otros lugares esas palabras fluyen como agua sobre roca, como conceptos bien conocidos cuya complejidad incumbe a la esfera política, a la democracia.
En la Argentina, no. En la Argentina, todos aspiran a exhibir el certificado de aprobación de la Iglesia, la marca de fidelidad a los principios nacionales y populares de la catolicidad. Es un guion antiguo pero aún vigente, que en las últimas dos décadas impulsó a los antikirchneristas a “usar” a Bergoglio contra Kirchner y a los kirchneristas, contra Macri, y así sucesivamente en todos los niveles, federal o provincial, presidencial o legislativo. ¿Resultado? El Papa se erige así como juez y árbitro, dicta la agenda y fija su perímetro, mueve peones e “inicia procesos”. Soy un poco astuto, dice el Papa, sé moverme. Es verdad, chapeau. Tanto, que yo también estoy aquí escribiendo sobre eso.
Loris Zanatta