Los antisistema
Amediados de los años ochenta, por la zona de los tribunales de justicia de Mar del Plata vagaba un señor al que llamaban Beto. Alberto, Roberto o Norberto –vaya uno a saber– tenía tres estados conocidos: el que dormía tirado en un cordón por las mañanas, el de la lucidez vespertina para vender bolsas de basura y el borracho nocturno que cantaba tangos entre los autos que eran detenidos por el semáforo de Falucho.
Una noche, al volver de una cena entrada la madrugada, lo encontramos sentado en el escalón del hall. Beto estaba partido en llanto. Y ebrio, obviamente. Mis padres apuraron mis pasos y dividían sus funciones: él le tiraba palabras de aliento, ella me daba explicaciones infantiles para que no pregunte demasiado.
Esta historia debería tener un final feliz, y así parecía cuando Beto desapareció por un tiempo para luego dejarse ver sobrio, limpio y arreglado. Nunca más lo ví. Ya en mi juventud, en una de esas noches tan mágicas que son imposibles de recordar con exactitud, con mis amigos comenzamos a contar historias de barrios. Y uno recordó a Beto. Yo lo había olvidado.
Y resulta que a Beto le había salido todo tan, pero tan bien que un alma caritativa –la madre, el padre, un tío, todo depende de la versión– tuvo la delicadeza de morir. Don Beto era el heredero. Anduvo bien un tiempito, y se la dio en el mentón con una canilla libre de dinero para patinar en alcohol. Beto la quedó de cirrosis. Lo último que necesitaba era que le aceleraran el derrape.
Me es imposible no recordar a don Beto en estos días. No por el expresidente, sino por el psycho killer de la estabilidad que pegamos por ministro de eso que algunos todavía tienen el tupé de llamar economía.
Nunca jamás se me ocurrió que pudiera existir una persona que concentre tanta, pero tanta creatividad para el daño. Talentoso sin comparación, único sujeto capaz de incendiar cenizas, Sergio Tomás Massa se ha dado a la encomiable tarea de demostrar que puede ser aún más destructivo en su accionar. Él es la sucesión que ligó don Beto, lo último que necesitaba el hígado económico argentino para terminar de consumirse a sí mismo.
No puede existir otra explicación para el festival de déficit fiscal de los últimos meses en medio de una corrida cambiaria, una carrera de Fórmula 1 inflacionaria sin competencia y un misil supersónico hacia la cremación de lo que alguna vez llamamos “mayor proporción de clase media del continente”.
Sólo a un tipo sin temor a que todos mueran ahogados en bilirrubina se le puede ocurrir utilizar depósitos bancarios para frenar el dólar, repartir bonificaciones, resignar recaudación, habilitar préstamos de un millón de pesos a devolver en 24 cuotas, romper la canilla de billetes para que salgan todos juntos y pisar todos los aumentos que pueda por dos meses en un país que, en tres días, acumula la misma inflación que Bolivia en todo un año. Eso si es que cerramos la inflación de 2023 en 150%, algo que, a esta altura, sería para festejar.
Eterno resplandor de una mente sin fusibles, la última perversión de Massa llevó a Alberto Fernández –figura mitológica de la que se dice que fue presidente– a advertir a la población sobre el riesgo de los “antisistema”.
¿Y quiénes serían los antisistema? Hicieron mierda todos los resortes del mecanismo institucional, del primero al último. ¿Organismos de control? Adonde vamos no necesitamos organismos de control. ¿Información pública? Es de chetos. ¿Consejo de la Magistratura? Out. ¿Escalas jubilatorias acordes a los aportes? Es clasista. ¿Cumplir una promesa al FMI mientras se transa con China, Rusia e Irán en menos de 24 horas? Obvio, ¿o acaso no somos argentinos?
No entiendo cómo es que acusan de antisistema a otros cuando no dejaron un fusible sin quemar, los cables pelados en la bañera y un pucho prendido en la boca del camión cisterna de combustibles. Y con los matafuegos cargados de nitroglicerina. Ahora, imaginemos que lo lograron, que consiguieron imponer que esta exposición mundial de ejemplos a no seguir es “el sistema”. ¿Por qué habría que sostenerlo?
Recuerdo cuando se decía que Massa era un mago que sacaba conejos de la galera para que la economía sobreviviera. Creo que aún hace magia. Tiene el don de la lucidez para arruinar lo ya arruinado.
¿Recuerdan que “con los intereses de las Leliqs” pagarían los aumentos de los jubilados? Para cubrir esos mismos intereses emitieron 19 billones de pesos en ocho meses. Es un 19 seguido de 12 ceros. A los jubilados con la mínima les tiraron dos kilos de cuadril. ¿Por qué no subir la tasa a 2.000%? ¿Por qué no emitir, directamente, diez millones de pesos para cada argentino? Si van a inventar, que sea divertido.
Durante las primeras semanas tras las PASO, a Bullrich le picaron el boleto en los medios. Es cierto que se tomó su tiempo para relanzar la campaña, pero fueron quince días en los que sólo existieron dos temas de conversación predominantes: Sergio Massa y Javier Milei. El primero por su vocación para provocar noticias pedorras a cada rato; el segundo, por su calculado silencio. Son las reglas del juego: el que va primero, hace silencio. Hasta que habla y uno entiende por qué hace silencio.
De todos modos, Milei no necesita hablar. Para qué, si los que tienen micrófono, cámara o teclado pueden hacerlo mucho mejor por él. Me dí cuenta. Nos dimos cuenta. Pregunto a otros de distintos medios, algunos lo confirman, otros se hacen los boludos con qué es “lo que da rating”.
Y no es que me la quiera dar de profeta, pero la veía venir. Una vez dije que es mucho más cómodo sostener el personaje crítico cuando lo que está enfrente es impresentable, indefendible, insostenible, o provoca un daño notorio. Aquella vez también dije que en un país ordenado, con instituciones sanas y fuertes, un periodista político jamás podría soñar con, siquiera, ser reconocido por la calle.
Jamás diría que tendrían que empujar a otro candidato, aunque lo hayan hecho. Pero, vamos, que el peor negocio sería que gane la opción que, por decantación, presentaron como antónimo del kirchnerismo hasta hace tres semanas (y por eso quedaron todos atónitos ante las cámaras cuando comenzaron a llegar los resultados: si no lo veo, no pasa). Es el peor negocio porque equivale a volverse oficialista o comerse una oleada de puteadas a la primera crítica en tiempos en los que cualquier consumidor tiene la posibilidad de hacernos saber qué opina de lo que dijimos o dejamos de decir.
Para resumir: el negocio es este país de mierda, donde por la noche no podemos planificar el desayuno. Una enorme fuente de progreso y satisfacción del ego. Hoy presienten que existe voto bronca, entonces los editoriales van hacia la bronca. Magia.
Me cagaría de risa si no fuera que laburo 74 horas por semana para ganar menos que hace un año, cuando ganaba menos que hace dos, cuando ganaba menos que hace tres, cuando…
Y también estaría con un balde de pochoclos si no estuviera de pasajero en este bondi que va sin frenos en dirección a ese incendio que se ve a unas cuadras, no más. No hay chances de que el futuro cercano sea suavecito. No existe previsión positiva alguna de ningún organismo internacional creíble, ni de astrólogos, ni de tarotistas, ni de científicos del MIT o lectores que adivinan el futuro al leer la mancha de grasa de la caja de pizza. Ni siquiera existe candidato a la presidencia que pueda dar un plazo de tiempo para una estabilización. Imaginen una recuperación.
El voto es una acción. No votar es todo lo contrario. Ni bronca: desánimo. ¿Con qué ganas un condenado a la horca elegiría el mejor nudo?
Es así cómo se percibe el mensaje. Existe una dualidad: el que nos hace mierda y el que nos hará daño para curarnos vaya a saber cuándo, pero con la tranquilidad de no haber provocado nada del dolor que viene a sanar. Esa es la línea que se emite comunicacionalmente. La esperanza puesta en algún lugar equis del futuro, si no nos hacemos torta antes, o convertirnos en puré antes de fin de año.
Si vuelvo hacia la justificación “racional” del voto a Milei: ¿Por qué habría de elegir otra opción su votante promedio? El eslogan central no es ni la dolarización, ni dinamitar el Banco Central. La inmensa mayoría de los argentinos no ha tocado un dólar en su vida, aunque los gurúes de escritorio quieran dividir la cantidad de dólares del circuito informal argentino entre la cantidad de habitantes. Repito: la mayoría no tocó un verde jamás. Y el concepto de Banco Central le resulta una abstracción sólo superable por Heterodoxia y Ortodoxia. El eslogan de Milei es Milei. Efectista, histriónico, tirabombas, agresivo y sarcástico en el país en el que el programa político de televisión más exitoso de las últimas décadas fue Intratables.
En este mundo híper conectado en el que ya no importan los hechos si no cuántos creen en lo que se dice, el sistema democrático tiende a confundir elección de la mayoría de los votantes con opinión de la mayoría del pueblo. Durán Barba lo entendía mejor que nadie mientras nos matábamos de risa de sus ideas y cuestionábamos sus métodos. Ejemplo práctico y elemental: si desde hace tres años en el primer puesto de preocupación de cada sondeo de opinión figura “Inflación” ¿a quién se le ocurre ir a una campaña contra figuras de la economía sin un economista en vidriera las 24 horas? Necesitás una propuesta que enamore y, si además es racional, mejor.
El segundo punto de preocupación es la inseguridad. Bullrich ahí tiene su factor de enamoramiento porque quedó adherida a una percepción de orden. Tenía que sumarle economía, pero de entrada. ¿Por qué? Porque la inseguridad impacta a las víctimas y a quienes fueron víctimas al momento de conocerse un hecho nuevo. La inflación está en la cabeza hasta cuando soñamos.
La aparición de Melconian puede sonar tardía, pero entró fuerte. Lo que será el nivel de discusión que manejamos que, de pronto, el armenio es la opción centrada. En 2015, hace ocho siglos, metía miedo. A los economistas de su consultora los castigó con la triste tarea de analizar todas y cada una de las variantes de la economía argentina, un estudio más cerca de una autopsia que de un diagnóstico clínico. Y así, a Bullrich sólo le resta cruzar los dedos para que la balanza se incline: casos de inseguridad ocurren a diario y al finalizar este día habremos acumulado otro 0,41% de inflación, más de lo que acumulan desde enero Uganda o Guinea Ecuatorial.
Estamos en un momento donde el alquiler de un dos ambientes en Palermo cuesta menos de 400 dólares y, así y todo, no existe asalariado que pueda pagarlo. ¿Qué pasa en el Senado? La prioridad es conservar en el cargo a una jueza amiga de Cristina y desalentar los alquileres temporarios. Imaginemos lo imposible de la normalidad: cargos vacantes en la Corte Suprema de Justicia, Procurador General interino desde 2016. Al gobierno no le importa las instituciones y a los que comunican, tampoco. ¿Por qué debería importar la inconstitucional propuesta de clausurar el Central cuando podemos cubrir en directo que a un edificio se le descompuso el ascensor?
Hoy, el único silencio que debería preocupar es el de la antisistema número uno: Cristina y sus ganas de que Milei gane. Cuando Berni, hoy distanciado de Cristina, dijo que los intendentes del conurbano kirchnerista le cuidaron los votos a Milei, no fue de boludo ni de inocente: fue un tiro por elevación a los planes de la Estadista que de las últimas cinco elecciones nacionales perdió cuatro. Lo último que puede desear Cristina es un gobierno con ilusiones de cumplir sus metas. Sospecha que un candidato sin estructura puede fracasar más rápido. No aprendió nada de su marido.
Los que sí aprendieron son los dirigentes que no tienen territorio. Saben que es mejor oponerse virulentamente al PRO y a la UCR que a un “loquito”. Igual, estas son cosas que circulan entre los que saben. El resto, puede suponer que es una mentira, total, solo basta creer o no en ella.
“No hay nada bueno, no hay nada malo; sólo hay opinión popular», decía un tal Jeffrey Goines en 12 Monos, un documental de 1995 que exploró el sesgo de confirmación del ser humano.
Nicolás Lucca