DIARIO - 19/10/2020
La Argentina se nos muere
Con la democracia se come, se cura y se educa. Memorable frase de Raúl Alfonsín durante el renacimiento de nuestra democracia. Lo cierto es que 37 años después y mucho peronismo durante, en la Argentina de hoy cuesta comer, se complica curar y la educación se viene deformando en la voraz telaraña de un populismo que no hizo otra cosa que empobrecernos de manera impensada y quizá irreversible. Lamentablemente y para el mal de casi todos, la incipiente democracia que llenaba de luz a la Argentina de 1983 no pudo hacer feliz a su gente. La Argentina de hoy es una nación ahogada en irremediable desesperanza, que simplemente perdió su capacidad de ser feliz. En esta Argentina se nos viene haciendo familiar la peligrosa costumbre de sobrevivir y subsistir, forzados a tolerar desconsoladamente una coyuntura económica, política, social e institucional que se tornó en insoportable. Lamentablemente, nuestra democracia se convirtió solamente en un slogan hipócrita y vacío, un relato gris y ordinario que no esperanza más a nadie, útil solamente a un pequeño conjunto de políticos que se reciclan una y otra vez, muy buenos para prometer cuando están en la oposición y totalmente ineficaces cuando les toca el mando. Lamentablemente, hipocresía y verso aparte, de ese mensaje tan sublime y extraordinario de Raúl Alfonsín, no ha quedado absolutamente nada. Vivir en esta Argentina, duele.
Y no subestimo al decir, que la Argentina se nos está muriendo y nadie parecería hacerse cargo de una realidad trágica y potencialmente irremediable nunca vista antes por los argentinos. En estos 37 largos años la Argentina no hizo otra cosa que retroceder sistemáticamente empobreciendo a más de la mitad de su población. Lo que alguna vez fue el país más próspero de Sudamérica hoy peligrosamente se acerca a estándares africanos de subsistencia. Y lo que verdaderamente me preocupa es pensar si a la realidad que hoy vivimos le queda algún tipo de solución. Una democracia que perdió su capacidad de seducir, una Argentina a la que casi no le quedan signos vitales, una sociedad que se apaga lentamente en el deshauciante silencio de la subsistencia, quebrada de rodillas ante la crueldad de una crisis implacable y la indiferencia de un gobierno sordo, son condimentos muy contundentes como para imaginar alguna clase de optimismo. ¿Habrá llegado la Argentina a un punto de no retorno? ¿Podrá esta vez ser distinta a las demás en el sentido que el rebote no ocurrirá nunca? ¿Qué nos esperará entonces?
Si se llegase a dar un cambio político de caras al futuro, a la luz de lo que se votó en 2019, dudo que la sociedad argentina entienda la monumental dimensión del daño económico que venimos padeciendo desde inicios del 2020 y de los sacrificios que serán indispensables para revertirlos. Remediar el daño causado en 2020 nos llevará al menos una larga década en donde nuestra Argentina, al punto de colapsar y morir para siempre, no podrá satisfacer demasiadas necesidades. ¿Tendrán los argentinos la sobriedad y paciencia necesaria para revertir semejante tragedia? A la luz de nuestra historia, no somos un pueblo paciente, exigimos soluciones inmediatas y si quien está al mando no las genera simplemente lo cambiamos como a la sucia media de un zapato, como si en el solo cambio existiese la solución. Me cuesta imaginar que desde esta situación actual, con tanta subeducación mayoritaria, con una nación entera en niveles de monumental miopía y chiquitez, con tanta pobreza generalizada, nuestra sociedad pueda exigir, moldear, anticipar, definir y confirmar un liderazgo que deberá ser diametralmente opuesto al actual y a los pasados. Pero para ello primero deberíamos cambiar nosotros, los argentinos, una sociedad partida en dos, con principios de vida y convivencia absolutamente diferentes.
Como decía Alberdi, los principios de la libertad se sienten en la convivencia cotidiana. El mas contundente de los contratos sociales es aquél que se disfruta todos los días, la Constitución más poderosa es aquella que la ciudadanía abraza y percibe de manera inconsciente sin que haga falta un texto escrito. Lo que hoy percibo en esta Argentina demacrada que se nos viene muriendo es por el contrario, una sociedad que mayoritariamente se acostumbró a mendigarle a un Estado quebrado, derrochador e irrespetuoso del formidable esfuerzo privado que se viene haciendo, una sociedad que se olvidó de sonreír, una nación que sin darse cuenta cambió el placer de la vida por el carma de una subsistencia gris, aburrida e irremediable que calcinó ese sueño inmigrante que alguna vez nos puso en el incipiente camino de la prosperidad. En este sentido de desesperanza que me inunda el alma entera me cuesta imaginar a una sociedad que así de miope y hoy de rodillas se ponga de pie y rescate a esta pobre y vapuleada Argentina. La democracia que hoy tenemos es un absoluto fracaso convertido en un monumento a la desesperanza e infelicidad. Esta Argentina que se nos muere ante la pasmosa indiferencia del oficialismo y esta democracia devaluada en pura esterilidad retórica requieren como nunca de un cambio abrupto de actitud y exigencia. Ojalá llegue ese día en donde vuelva a esperanzarme con los ojos llenos de emoción como lo hice al escuchar ese discurso extraordinario de Raúl Alfonsín en 1983. Pero no quiero engañarme ni engañarlos, me cuesta imaginar que a la luz de las condiciones sociales actuales dicho evento pueda darse. La Argentina se nos muere y nuestra adolescente sociedad también.