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La semana pasada se viralizó un video de un obrero de la construcción que se dirigió al presidente Mauricio Macri para reclamarle un cambio en el programa económico. “No importa el gobierno pasado. Haga algo ahora. Estamos peor. Hagan algo la conch… de mi hermana”. Sorprende gratamente que en nuestro país un trabajador pueda acercarse al Presidente de la Nación para expresarle su descontento. Y tanto más sorprende que el Presidente lo escuche con atención e, incluso, le brinde explicaciones de cómo su gobierno diagnostica y afronta la situación. Pero esto, que tal vez vemos como “normal” en Argentina, seguramente no podría pasar en, por ejemplo, nuestro principal vecino: Brasil.
Hace ya algún tiempo, dos pensadores, uno de Brasil y otro de Argentina, escribieron dos textos que desde sus títulos dieron cuenta de las características de sendas sociedades. “¿Ud sabe con quién está hablando?” es el nombre del libro de Roberto Da Matta publicado en 1978, cuyo título buscaba reflejar cómo reaccionaba un jefe, un político o, sencillamente, un “blanco” en Brasil cuando alguien proveniente de la clase baja osaba hacerle algún reclamo. Una sociedad con fuertes resabios de la esclavitud seguía (y sigue) viva en Brasil. “¿Y a mí, qué me importa?” era el título y la respuesta que ensayó Guillermo O’Donnell en 1984 para reflejar esa horizontalidad reinante en la sociedad Argentina, la misma que le permitió al obrero de la construcción interpelar al Presidente de la Nación.
Así reflejaba O’Donnell la diferencia fundamental entre dos interlocutores imaginarios en Argentina, para contraponerlos con la sociedad del Brasil: “El interlocutor es, precisamente un inter-locutor: encuentra frente a si a otro habitante. Este, sin ceremonias, suele mandar, redonda y explícitamente, a la mierda al otro y, junto con él, a la jerarquía social sobre la cual quiso montarse”. El obrero de la construcción fue incluso más decoroso. No hacía falta que mandara a la mierda al Presidente de la Nación, puesto que suficientemente fuerte fue el contenido de su discurso. En general, hubo una valoración positiva unánime por parte de la sociedad, que se alegró de vivir en un país dónde un obrero le puede hablar “de igual a igual” a un Presidente. Y ese igualitarismo que tan claro quedó en esa interacción debería llevarnos a reflexionar sobre ciertas características específicas de la sociedad Argentina, que tienen importantes consecuencias económicas.
En Argentina hay unos 17 millones de beneficiarios de distintos tipos de políticas de ingresos por parte del Estado Nacional. Entre las que más se destacan tenemos a las jubilaciones y la Asignación Universal por Hijo cuyo ingreso, además, se ajusta de manera automática. Para el pensamiento económico tradicional, esos 17 millones de beneficios son la raíz de todos los problemas macroeconómicos de Argentina. No pocos analistas se refieren a esos 17 millones de argentinas y argentinos como “vagos que viven del Estado” y que son la causa de la inflación y el estancamiento crónico de nuestra economía. Sin embargo, esto es como culpar a un parche de la pinchadura de la goma. El parche no es lo que causa la pinchadura, sino su consecuencia. Los 17 millones de beneficios que el Estado otorga son un parche para una economía que no encuentra una dinámica de crecimiento con generación de empleo de calidad. Y vale la pena detenerse en cuáles son las razones para que no exista empleo de calidad.
¿Será que, más en general, los vagos somos todos los argentinos, que no tenemos mucha disposición a trabajar y por eso cargamos con 17 millones de beneficios al Estado Nacional? La evidencia indica lo contrario. En Argentina, la mitad de la población trabaja, es decir, hay unos 20 millones de argentinas y argentinos que trabajan. Esos 20 millones se componen de unos 6 millones de trabajadores formales; 3,5 millones de trabajadores del sector público; 4,8 millones de trabajadores no registrados; y 5 millones de trabajadores independientes (entre los que se cuentan monotributistas, autónomos y empleadores). Por lo tanto, tenemos casi 10 millones de trabajadores entre no registrados e independientes que tienen una condición laboral entre precaria y relativamente precaria. Un trabajador no registrado no elige tal condición y su existencia implica una doble carga para el fisco: por un lado el Estado deja de recaudar debido al no registro de la recaudación laboral pero, además, si ese trabajador tiene hijos, el Estado debe afrontar el pago de la Asignación Universal. Al final de su vida activa, cuando el trabajador se jubile, el Estado también deberá hacerse cargo de su jubilación.
Durante décadas de conflictos y discusiones, la sociedad parece haber llegado a un consenso y es que el Estado debe hacerse cargo de estas deficiencias y sostener hoy con algún tipo de ingreso a 17 millones de personas. Esa decisión tiene, claro está, un costo fiscal. Pero también tiene algo que no suele mencionarse: un beneficio. El piso de protección social con el que cuenta Argentina es el más grande de Latinoamérica y permite ponerle un corte a recesiones como las de 2018. “Nunca un gobierno hizo un ajuste como el actual y siguió en el poder”, dijo el año pasado el actual Ministro de Hacienda, Nicolás Dujovne. Y esa continuidad en el poder probablemente responde a ese piso de protección social con el que cuenta hoy la sociedad y que permitió morigerar los efectos del ajuste fiscal y la recesión sobre los sectores más vulnerables. Ese piso tiene un costo, que es el déficit fiscal. Y ese déficit fiscal no existiría si esos casi 10 millones de trabajadores estuvieran registrados y sus empleadores pagaran impuestos. Es probable que muchas de las empresas que emplean a esos trabajadores tengan una productividad muy baja y que, en consecuencia, no puedan afrontar la actual estructura tributaria. Entender esto es el primer paso para no confundir el diagnóstico: el problema no son los 17 millones de personas que reciben algún tipo de ingreso por parte del Estado, sino la baja productividad de miles y miles de empresas que trabajan en la informalidad.
En 1972 Mallón y Sourriele publicaban un libro titulado “La Política Económica en una Sociedad Conflictiva”. Ahí señalaban que “…lo mejor que cabe esperar de los líderes políticos y de sus tecnócratas es que eviten emplear tácticas rígidas de terapia de choque, las cuales pueden dar alivio temporario a las crisis económicas pero en las sociedades conflictivas con instituciones mediadoras débiles tienden a destruir el orden social. En cambio, su política debe basarse en el conocimiento de la naturaleza esencialmente contingente y la serialidad de la implementación política, y del hecho ineludible de que la formulación de políticas y la conciliación de conflictos son partes integrales de un mismo proceso de toma de decisiones en las sociedades pluralistas”.
Los problemas que el obrero de la construcción le planteó el Presidente de la Nación no se solucionan echando a 2 millones de empleados públicos o tratando de llegar al Déficit Cero mediante el ajuste del gasto público. Para lograr superar las restricciones que históricamente afectaron a nuestra economía, debemos apostar a un programa de crecimiento por el lado de la demanda, que permita sustituir importaciones y fomentar exportaciones por el lado de la oferta, de manera tal que ese crecimiento genere empleo de calidad y que éste, a su vez, sea el principal factor que permita reducir el déficit fiscal. Claro está que este objetivo es difícil de alcanzar. Pero será un objetivo imposible si seguimos pensando que la causa de la pinchadura es el parche.