Alguien debería contar alguna vez la historia del cine a través de sus grandes personajes secundarios. Uno de ellos es indudablemente Kenitai, rastreador que acepta guiar a un teniente joven e idealista con la misión de atrapar a un grupo de apaches renegados. Todo ocurre en el desierto de Arizona, y dentro de La venganza de Ulzana, film de Robert Aldrich que hoy es considerado una auténtica obra maestra. Kenitai es el cuñado de Ulzana pero está en desacuerdo con su actitud, y durante esa larga persecución será la persona que le explicará lacónicamente a aquel bisoño oficial de caballería la mentalidad y la cultura secreta de su formidable pueblo y la verdadera naturaleza de este raid sangriento que el jefe de los apaches eligió al escapar de la reserva. Al final de la película nos queda la sensación de que ningún militar habría sabido impartir esa seca y rica lección: solo quien formó parte de aquella fascinante nación originaria era capaz de anticipar lúcidamente las acciones de sus temibles guerreros y desentrañar sus motivaciones profundas.
Hace más de tres décadas que el peronismo es una fábrica incesante de dirigentes y militantes desencantados, y que esos migrantes fueron encontrando otras fuerzas donde cobijarse y hacer política. Algunos partieron durante la era menemista y nunca regresaron; otros se fueron tras la crisis de 2001 y muchísimos más durante la “década ganada”. Hay que escuchar a esos peronistas que se pasaron al republicanismo, y no solo porque son los mejores baquianos en estos tiempos de campaña electoral, sino porque sienten claramente que el peronismo se volvió un dispositivo anacrónico y un multiplicador de pobreza y de patologías sociales. Ellos permanecen despiertos mientras los ajenos, los ingenuos o los neófitos ignoran este tema fundamental. De hecho, el factor peronista ha sido sustraído de cualquier balance sobre la decadencia argentina y de cualquier diagnóstico de fondo acerca de sus razones. Políticos, politólogos y columnistas son capaces de esbozar las más rebuscadas explicaciones y acusar incluso a la mismísima democracia por defraudación y estafa, a todos los economistas por impericia, a los dirigentes por casta o partidocracia, a la derecha y a la izquierda, al neoliberalismo o a los extraterrestres. Todo vale para no nombrar, en casa, al tío abusador mientras nos preguntamos por el extraño malestar que flota en el ambiente y hace sufrir a la familia entera. De eso no se habla.
El peronismo ha sido el arquitecto del edificio en ruinas que es hoy el país
El movimiento nacional que ejerció una centralidad absoluta y una hegemonía cultural durante los últimos cuarenta años no puede ser evaluado ni juzgado de raíz. Constituye una verdadera herejía hacerlo y algunos cientistas políticos le esquivan prolijamente al bulto para no perder clientes o para no ser cancelados por sus pares en los cenáculos académicos. Pesa también sobre ellos una superstición: enjuiciar al peronismo equivale todavía a reencarnar a los demenciales asesinos que bombardearon Plaza de Mayo en junio de 1955 o a los remotos proscriptores militares de la Revolución Libertadora. Esa zoncera psicopática hace imposible un abordaje crítico y serio acerca de la facción que más tiempo gobernó y que más condicionó a las administraciones no peronistas durante estas cuatro décadas desgraciadas; una fuerza que se convirtió en poder permanente y que logró instaurar una lógica y un modelo “productivo” fallido y acatado en parte por muchos de sus propios objetores. En tiempos comiciales, los republicanos prefieren tender más puentes de plata para los arrepentidos del peronismo, y los intelectuales se inclinan por señalar como gran culpable a la democracia formal o burguesa bajo la idea de que es cómplice de la injusticia social. El sistema democrático representa únicamente los cimientos de la casa: es necesario y esencial pero insuficiente, puesto que las paredes, el techo, la plomería y el acabado son responsabilidad de otros hacedores. La democracia apenas provee reglamento y seguridad jurídica: no diseña la arquitectura ni dirige la obra. Por otra parte, olvidan los expertos que jamás tuvimos aquí una democracia republicana plena –cimientos realmente firmes–, y que el principal responsable de esa ausencia o debilidad es un movimiento inspirado en el “socialismo nacional” italiano de 1939 y cuyo propósito declarado era diluir precisamente las reglas del “demoliberalismo”. Pasando en limpio: es hoy posible cuestionar alegremente la democracia liberal –cuando encima nunca la tuvimos–, y realizar una serie de seminarios bien rentados acerca del asunto, pero no se puede hacer lo propio con el peronismo, que ha ejercido de verdad el poder y que ha sido el arquitecto y el maestro mayor de obras de este edificio en ruinas. El fracaso argentino se debe a una forma de concebir el Estado, las finanzas, el capitalismo (de amigos), la división de poderes, la cultura del trabajo, la seguridad y la educación públicas, y las relaciones internacionales. Es decir, un conjunto de supersticiones e ideas hegemónicas que el justicialismo impuso y con las que incluso colonizó la cabeza de muchos votantes de todas las veredas.
Los dos precandidatos de Juntos por el Cambio son como Kenitai: integraron ese Movimiento y pueden comprender lo que se trama al otro lado de la empalizada. Se formaron en el peronismo porteño (Rodríguez Larreta) y en la Juventud Peronista revolucionaria (Patricia Bullrich), y ambos militaron –como los Kirchner– largamente en el menemismo, y luego se apartaron para transitar experiencias republicanas: la familia de él era desarrollista; la de ella era radical. Convergen en Pro desde distintos lados, y hoy tienen visiones tácticas antagónicas. Larreta acepta implícitamente la idea del panperonismo, Bullrich piensa que eso es gatopardismo: cambiar algo para que nada cambie. Larreta sugiere que “la vía de la confrontación ya fracasó”, pero uno se pregunta qué debería cederles a los Moyano y a los poderosos potentados de la CGT para que acepten la necesaria reforma laboral, qué concesiones planea para los belicosos y extorsivos “gerentes de la pobreza” y para los señores feudales del conurbano y algunas provincias, y cómo lograría congeniar el pacifismo social con el desmontaje de múltiples intereses corporativos, algunos de ellos proclives a la violencia. El profesor Loris Zanatta, que nos mira desde lejos pero que nos conoce de cerca, huele efectivamente un amplio “consenso panperonista” y la utopía de que este podría diluir la grieta: “Esta perspectiva agrada a muchos sindicatos que aplauden, gobernadores que aclaman, empresarios que aprueban, obispos que bendicen, piqueteros que callan –escribe–. Una sopa recalentada, un enroque de la misma clase dirigente”.
Larreta luce como el más peronista e inofensivo de los republicanos, y no está probado que no tenga razón: quizá no haya forma posible de modificar la Argentina tomada y devastada que no sea un gradualismo gestionario y un tímido gobierno de transición, pactos de cúpulas y manos de seda. Tampoco los delfines de Patricia Bullrich –para quienes el panperonismo es pan para hoy y hambre para mañana– han explicado convincentemente cómo harían para ponerles proa a las mafias y corporaciones sin ponerse el país de sombrero. Milei y Grabois no pasarían el test de una gobernabilidad mínimamente potable; Bregman y Del Caño tampoco. Es la interna de Juntos por el Cambio la que contiene todas las expectativas y todos los interrogantes, y esta desgastante y fútil batalla intestina no ha servido para debatir el diagnóstico de fondo –la responsabilidad del modelo peronista– ni la praxis exitosa de una futura gobernanza. Está en cuestión también evaluar el liderazgo, que es un factor poco reconocido en el análisis político, y que sin embargo ha resultado históricamente decisivo y mucho más ante crisis de gran calado. El liderazgo del alcalde es acuerdista, con tendencia a creer que en la Argentina billetera mata galán. El liderazgo de su antagonista es intransigente e inmune al canto de sirenas de una sociedad loteada, y tal vez también a la realpolitik. Uno de los dos triunfará el domingo 13 y pasará de actor secundario a protagonista. Se convertirá en otro. Para siempre.
Jorge Fernández Díaz