Las chacras se abandonan en el valle más fértil del país
Economías regionales en crisis.
Un puñado de días antes de ser asesinado por su esposa, en el año nuevo de 2012, Carlos Soria había ordenado cortar de raíz los perales y manzanos de su chacra de 6 hectáreas ubicada en General Roca. Si hasta un gobernador perdía plata produciendo fruta, qué puede quedar para el resto. En el Alto Valle de Río Negro y Neuquén se registra una masacre silenciosa: una década atrás había 5.200 establecimientos que producían frutas de pepita y ahora queda solo la mitad. El 50% de las chacras ya han sido abandonadas o cambiaron de destino.
Destila impotencia la mirada de los chacareros de esta zona, el valle irrigado más grande del país, una grieta verde de 120 kilómetros en medio de la planicie patagónica. La mayoría son los nietos de los colonos italianos que abrieron canales “a pico y pala” para poder implantar vides y frutales. El dique Ballester, que capta agua del río Neuquén y alimenta miles de hectáreas, fue proyectado por César Cipolletti en 1902 y levantado 8 años más tarde. Parecía para otro país. En el actual, en cambio, se lotea sobre tierras agrícolas bajo riego que permiten crear decenas de miles de puestos de trabajo. “Chacras del sur”, se llama un barrio privado habilitado sobre la ruta 22. Son 8 hectáreas que pertenecían a una hermana de Adrian Bordoni, un productor que se resiste a vender su parte del campito familiar y mucho menos a “erradicar” los árboles. “Nací acá. No se hacer otra cosa”, explica.
Kilómetros más allá, en Ingeniero Huergo, Angel De Grossi vive todavía en una casa campestre, aunque rodeado de montes abandonados. A su lado hay un galpón derruido en el que antes trabajaban hasta 100 personas. El único bullicio que se escucha ahora es el canto de los pájaros. “La gente se va por el tema de la economía, que no da rentabilidad. Primero se endeuda pero llega un punto en el que no da para más”, describe con sencillez impecable. Pablo Poli, otro productor, es algo más refinado y habla del atraso de dólar que quita competitividad a la actividad. Pero su conclusión es similar. “Hace mucho que se pierde plata. Es evidente que no somos interesantes para el Estado”, dice.
El discurso de los gobernantes, por cierto, es distinto. Los políticos celebran que, gracias a este valle, la Argentina se ubique como mayor exportadora de peras y una de las diez principales en manzanas. No mienten, pues aquí se producen 1,6 millones de toneladas de esas frutas sobre 44 mil hectáreas. Unas 600 mil se exportan y otras 350 mil se consumen en el país. El resto tiene poca calidad y se destina a la industria juguera, que paga valores mucho más bajos.
Tras la cosmética de los números se oculta la otra cara: la desaparición de chacareros pequeños y medianos. Según la Federación de Productores, solo quedan entre 800 y 1.000 que dan pelea, mientras que 70% de la cosecha pertenece a empresas “integradas”, es decir con brazos sobre la cadena comercial. Para los “independientes”, en cambio, el sistema es medieval: cada verano entregan la fruta sin saber cuánto valdrá. Recién al año reciben la liquidación. En el medio viven de adelantos.
“Una vez que entregamos no somos más dueños de la fruta”, resume el dirigente Manuel Mendoza. Hasta los trabajadores que llegarán estos días del Norte para la cosecha tienen mejor suerte: al menos saben que cobrarán más de 400 pesos por jornal y gozarán de derechos que no tienen quienes los contratan. Esta actividad es intensiva en capital y mano de obra, que representa 60% del costo de una chacra. Por eso el secretario de Fruticultura, Alberto Diomendi, no duda en pedir “una política de Estado para que esto vuelva a ser lo que fue, porque detrás de esto hay nada menos que 80.000 personas”.
Tras muchos años de pelea, la cadena logró consensuar un “observatorio” de precios. Allí se concluyó que el costo de producción llegó a 0,32 dólares por kilo de pera o manzana. Pero la mayoría de los productores cobró el último año de 15 a 25 centavos. Es decir, perdió plata.
“Cada hora que pasa hay un productor menos. Cuando se cansa de pelear, decide ‘salvarse’ vendiendo su chacra para un loteo o a una empresa petrolera”, relata Mirta Eberhardt. Lo dice en Allen, donde ya existen varios pozos que extraen mediante la técnica del fracking. La posibilidad de contaminación es una clara amenaza, pero aquí nadie parece planificar. O mejor dicho, el único que planifica es el dinero.
Jorge Toranzo, del INTA, dice que muchas de los frutales deben ser reemplazados por otros de mayor productividad o demanda. Pero también sabe que el proceso actual dista mucho de esa “reconversión”. Recuperar una hectárea abandonada requiere una inversión de hasta 40 mil dólares y además hay que esperar cinco años para comenzar a recibir los frutos. “¿Cómo se hace sin créditos blandos?”, pregunta.
Lo mismo se preguntaban Néstor Hernández y su padre hasta que un buen día, hace dos años, decidieron cortar “de cuajo” todos los árboles y dedicar sus 10 hectáreas a la alfalfa. Los rollos de pasto les dejan apenas suficiente para vivir, pero al menos ahora salen hechos y dejaron de “renegar” en busca de mano de obra. El vecino es un productor de 73 años y sus frutales permanecen de pie, orgullosos. Néstor presiente que no pasará mucho tiempo más para que se rinda.
Economías regionales en crisis.
Un puñado de días antes de ser asesinado por su esposa, en el año nuevo de 2012, Carlos Soria había ordenado cortar de raíz los perales y manzanos de su chacra de 6 hectáreas ubicada en General Roca. Si hasta un gobernador perdía plata produciendo fruta, qué puede quedar para el resto. En el Alto Valle de Río Negro y Neuquén se registra una masacre silenciosa: una década atrás había 5.200 establecimientos que producían frutas de pepita y ahora queda solo la mitad. El 50% de las chacras ya han sido abandonadas o cambiaron de destino.
Destila impotencia la mirada de los chacareros de esta zona, el valle irrigado más grande del país, una grieta verde de 120 kilómetros en medio de la planicie patagónica. La mayoría son los nietos de los colonos italianos que abrieron canales “a pico y pala” para poder implantar vides y frutales. El dique Ballester, que capta agua del río Neuquén y alimenta miles de hectáreas, fue proyectado por César Cipolletti en 1902 y levantado 8 años más tarde. Parecía para otro país. En el actual, en cambio, se lotea sobre tierras agrícolas bajo riego que permiten crear decenas de miles de puestos de trabajo. “Chacras del sur”, se llama un barrio privado habilitado sobre la ruta 22. Son 8 hectáreas que pertenecían a una hermana de Adrian Bordoni, un productor que se resiste a vender su parte del campito familiar y mucho menos a “erradicar” los árboles. “Nací acá. No se hacer otra cosa”, explica.
Kilómetros más allá, en Ingeniero Huergo, Angel De Grossi vive todavía en una casa campestre, aunque rodeado de montes abandonados. A su lado hay un galpón derruido en el que antes trabajaban hasta 100 personas. El único bullicio que se escucha ahora es el canto de los pájaros. “La gente se va por el tema de la economía, que no da rentabilidad. Primero se endeuda pero llega un punto en el que no da para más”, describe con sencillez impecable. Pablo Poli, otro productor, es algo más refinado y habla del atraso de dólar que quita competitividad a la actividad. Pero su conclusión es similar. “Hace mucho que se pierde plata. Es evidente que no somos interesantes para el Estado”, dice.
El discurso de los gobernantes, por cierto, es distinto. Los políticos celebran que, gracias a este valle, la Argentina se ubique como mayor exportadora de peras y una de las diez principales en manzanas. No mienten, pues aquí se producen 1,6 millones de toneladas de esas frutas sobre 44 mil hectáreas. Unas 600 mil se exportan y otras 350 mil se consumen en el país. El resto tiene poca calidad y se destina a la industria juguera, que paga valores mucho más bajos.
Tras la cosmética de los números se oculta la otra cara: la desaparición de chacareros pequeños y medianos. Según la Federación de Productores, solo quedan entre 800 y 1.000 que dan pelea, mientras que 70% de la cosecha pertenece a empresas “integradas”, es decir con brazos sobre la cadena comercial. Para los “independientes”, en cambio, el sistema es medieval: cada verano entregan la fruta sin saber cuánto valdrá. Recién al año reciben la liquidación. En el medio viven de adelantos.
“Una vez que entregamos no somos más dueños de la fruta”, resume el dirigente Manuel Mendoza. Hasta los trabajadores que llegarán estos días del Norte para la cosecha tienen mejor suerte: al menos saben que cobrarán más de 400 pesos por jornal y gozarán de derechos que no tienen quienes los contratan. Esta actividad es intensiva en capital y mano de obra, que representa 60% del costo de una chacra. Por eso el secretario de Fruticultura, Alberto Diomendi, no duda en pedir “una política de Estado para que esto vuelva a ser lo que fue, porque detrás de esto hay nada menos que 80.000 personas”.
Tras muchos años de pelea, la cadena logró consensuar un “observatorio” de precios. Allí se concluyó que el costo de producción llegó a 0,32 dólares por kilo de pera o manzana. Pero la mayoría de los productores cobró el último año de 15 a 25 centavos. Es decir, perdió plata.
“Cada hora que pasa hay un productor menos. Cuando se cansa de pelear, decide ‘salvarse’ vendiendo su chacra para un loteo o a una empresa petrolera”, relata Mirta Eberhardt. Lo dice en Allen, donde ya existen varios pozos que extraen mediante la técnica del fracking. La posibilidad de contaminación es una clara amenaza, pero aquí nadie parece planificar. O mejor dicho, el único que planifica es el dinero.
Jorge Toranzo, del INTA, dice que muchas de los frutales deben ser reemplazados por otros de mayor productividad o demanda. Pero también sabe que el proceso actual dista mucho de esa “reconversión”. Recuperar una hectárea abandonada requiere una inversión de hasta 40 mil dólares y además hay que esperar cinco años para comenzar a recibir los frutos. “¿Cómo se hace sin créditos blandos?”, pregunta.
Lo mismo se preguntaban Néstor Hernández y su padre hasta que un buen día, hace dos años, decidieron cortar “de cuajo” todos los árboles y dedicar sus 10 hectáreas a la alfalfa. Los rollos de pasto les dejan apenas suficiente para vivir, pero al menos ahora salen hechos y dejaron de “renegar” en busca de mano de obra. El vecino es un productor de 73 años y sus frutales permanecen de pie, orgullosos. Néstor presiente que no pasará mucho tiempo más para que se rinda.