Manuel Adorni *
A lo largo de las últimas décadas de historia económica argentina hemos atravesado gran variedad de crisis estructurales siempre acompañadas de violentas devaluaciones de la moneda y destrucción de varios puntos del PBI, en un claro contraste con los resultados que han obtenido buena parte de los países del mundo, quienes han logrado ingresar al Siglo XXI con parte de los problemas más elementales resueltos, como lo son por ejemplo la inflación, cáncer que el mundo ha logrado combatir con éxito a lo largo del tiempo y la Argentina aún está discutiendo sus causas.
Lo que ha quedado evidenciado en cada una de estas crisis (como la del año 2001, por citar el ejemplo más reciente) es que indefectiblemente el no hacer las cosas correctamente conlleva consigo un costo extremadamente elevado. Para el año 2002 (a pocos meses del quiebre de finales del año anterior), la pobreza se había más que duplicado, se destruyeron 10 puntos del PBI y la desocupación trepó sin dar tregua. Luego de superada la peor parte de la crisis, nunca se logró recuperar todo lo perdido en aquella barbarie.
Todas las crisis tuvieron signadas por una gran coincidencia: de una forma u otra, todas estuvieron atravesadas por un único causante, el abultado déficit fiscal. Déficits aquellos que desembocaban sistemáticamente en cesación de pagos de la deuda pública o en hiperinflaciones monstruosas devenidas de emisiones monetarias estrafalarias. En ambos casos generando pobreza y pasado.
Junto a esta realidad insoslayable sabemos (aunque algunos prefieran evitar la conclusión) que más tarde o más temprano el ajuste no será únicamente un deseo de algunos analistas sino más bien un hecho cierto, el que se materializará por las buenas o por las malas. Y para que ese ajuste se haga por las buenas, el tiempo corre y es cada vez más escaso, engrosando el esfuerzo que debemos realizar, haciéndolo cada vez más grande y por ende, más sacrificado.
La falta de financiamiento para la Argentina (en virtud de la falta de confianza reinante en su plan económico, la duda sobre la viabilidad política del proyecto oficialista y las medidas de corrección del déficit fiscal que no llegan), la inflación contenida dentro de miles de millones de títulos entre los que se destacan las LEBACs, y por sobre todo la falta de inversión en un país donde su Estado absorbe la gran parte de la producción privada y su gente trabaja dos tercios del año para mantener un gasto público ineficiente, injusto y retrógrado. Si en cambio el ajuste se hace por las malas, los resultados han sido impresos a lo largo de la historia y no será diferente a otras oportunidades que hemos visualizado a través de los tiempos.
Como sociedad debemos tomar la decisión acerca de lo que queremos ser hacia el futuro. Si la misma es seguir intentando lo que hace 70 años, multiplicando pobreza y marginalidad, o si por el contrario creemos que podemos intentar vivir cada día en un país mejor, con oportunidades, crecimiento, educación y competitividad, donde defendamos el esfuerzo individual, la generación de riqueza a través de la educación y la inversión, pero por sobre todo la libertad de elegir una Nación donde cada uno sea responsable de su propio destino, sin la necesidad de un Estado que nos haga creer que es omnipotente con sus armas asistencialistas y justicieras, cuando en realidad es el único culpable de ser lo que verdaderamente somos: un país lleno de improductivos, envidiosos e incultos rodeados de una pobreza y falta de oportunidades, mostrándonos a nosotros mismos una realidad impresentable.